RUDOLF

DE PATRICIA SUÁREZ / DIRECCIÓN DORA MILEA

EN EL TEATRO

ORESTES CAVIGLIA


Con:
Patricia Palmer, Lautaro Delgado

Asistente de dirección: Micaela Sleigh

Fotografía: Gustavo Gorrini
Vestidoras: Miriam Hana, Vanesa Abramivich
Sonidista: Carlos Gómez
Iluminador: Pablo Boratto, Diego Langella
Utileros: Juan Benbasat, Adrián González
Asistente del escenógrafo: Angela Gianelli
Productor TNC: Luchy Kogan
Caracterización y peinados: Analía Arcas
Música original y diseño sonoro: Sergio Vainikoff
Diseño de iluminación: Sergio Comas
Diseño de vestuario: Bárbara Carceller Morales
Diseño de escenografía: Beatriz Martínez

Dirección: Dora Milea





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Rudolf
Patricia Palmer es una alemana, profesora de piano. Tal vez fue amante de Rudolf Koch, un jerarca nazi escapado quizás a Buenos Aires. Lautaro Delgado es el supuesto agente que la ha estado buscando infatigablemente en esos años de pos guerra. Finalmente la encuentra en una casa de un pueblo de Alemania. El desarrollo de sus sucesivos encuentros genera una relación extraña, sugerente, misteriosa y hasta con toques de humor.
Patricia Palmer y Lautaro Delgado interpretan a los dos personajes de Rudolf, obra de la novelista, poeta y dramaturga rosarina Patricia Suárez dirigida por Dora Milea, que acaba de inaugurar con muy buena recepción del público y la crítica, la temporada oficial de la Sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes.


Rudolf    (texto programa de mano)

En buena parte del teatro de Patricia Suárez, (Valhalla, por ejemplo, y, éste Rudolf que ahora se nos presenta) lo que inquieta no es el estallido, sino la latencia; una especie de color moderado, discreto, incluso amable,   respecto a una experiencia que debió ser  atroz y obscena , pero que, sobrevivido el siglo xx, convinimos en  incorporar a la norma.  ¿no nos advierte, acaso,   Hannah Arend, refiriéndose a Eichmann,  criminal de guerra y respetable vecino  de la localidad de  San Fernando,  Buenos Aires, hasta l960,  que   hubo muchos hombres como él, y que éstos no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales?  Intuimos al gusano en el corazón de la fruta, pero, sin colapso moral, lo asimilamos a la lógica de la naturaleza.

Y uno ya sabe que las bibliotecas, los museos o los teatros, pueden prosperar en las inmediaciones de los campos de concentración (pocos kilómetros separan la casa de Goethe, en Weimar,  de los crematorios de Buchenwald)  y así se desvanece la ilusión de que la razón puede abarcar un saber completo, y que la cultura, al ser conocimiento, puede frenar la violencia. Después de todo, el sonido de fondo  de “Rudolf” es de un optimismo ensordecedor,   el de la reconstrucción de Alemania y, para eso, como Adenauer decía,  hacía falta   no volver a  relucir   todos  los horrores. ¿Les suena familiar?

Por todo esto, la búsqueda de Félix (sin que importe  la épica o el  espanto que la impulsa)   discurre y se disuelve en la patética, conveniente,  grisura de  Greta Lisbon, de tal modo que  las huellas de María Massenbacher se pierdan  y con ellas, definitivamente, las de todos  los Rudolf Koch.   Una catástrofe  de la  inmemorial responsabilidad humana, dibujada, con toda crueldad, con  rasgos mínimos.

Alberto Wainer
23/2/05 




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