Carlos Gorostiza (1920) conmovió al teatro argentino con su obra El puente, estrenada en  La Máscara en 1949, con la dirección de su propio autor y Pedro Doril. El movimiento de Teatros independientes enfrentado (como en general toda la izquierda argentina) al peronismo, abría una lectura de la realidad social, tan controvertible como necesaria. Quizás el objeto en discusión no fuera el adecuado, pero a nuestra escena le hacía falta un ensayo de mirada crítica y, sin duda, El puente la inició. 34 años después -y ya, sin lugar a dudas, uno de nuestros dramaturgos medulares- las intuiciones juveniles de Gorostiza se demostraron eficaces y constituyeron, en lo ético y en lo estético, algunas de las herramientas insoslayables para una dramaturgia signada por las circunstancias históricas y, necesariamente, irreprochable en lo formal. Por sobre las abismales diferencias de gramáticas y pensamiento que separan a El acompañamiento (1981) y Hay que apagar el fuego (1982) de aquella pieza iniciática, se hace difícil imaginar Teatro Abierto, sin la ya lejana e insoslayable referencia, ensanchada y enriquecida por una generación de autores trascendentes -cuya existencia era negaba por la dictadura- y que se constituyeron, no solo en “sus hermanos menores” sino, y sobre todo, en sus compañeros de resistencia artística y cultural.

Alberto Wainer