“Montar una obra de fuertes referencias políticas es todo un desafío. Sobre todo cuando el intento es no producir un discurso del discurso. Cuando la decisión es correrse de ilustrar una anécdota. No hemos querido abordar una posición, el intento ha sido encarnarla.

Habitar las conductas que son génesis de los actos. Todo acto se inscribe en una trama histórica a la que le es funcional o disruptivo. Ante la evidencia de los hechos que cuenta la pieza nos hemos abstenido de opinar deliberadamente. El público conoce las situaciones que aquí se cuentan y ya tiene su opinión sobre lo que aquí sucede. Entonces, fue necesario encontrar un lenguaje que visibilice otras aristas para “lo mismo”, “lo que se repite”. Ese lenguaje ha tenido como máxima búsqueda que el espectador sea testigo de un grupo de actores puestos a ser soporte de comportamientos y no de juicios. Luego el juicio es inevitable. Unas veces es innecesario y al tener lugar su efecto moralizante nos ahoga. Otras, el juicio es imprescindible y al no tener lugar se perpetúa lo canalla. En esta puesta intentamos más interpelar nuestros cuerpos que representar un texto. El texto ha sido la plataforma de esta intervención física que hoy llamamos La crueldad de los animales.”

Estas palabras del director Guillermo Cacace se corporizan efectivamente en escena, donde el pensamiento atraviesa el cuerpo de los actores. Los personajes cobran, así, una singular intensidad. En esa mañana primaveral, el perfume de los jazmines se disipará.

Juan Ignacio Fernández comenzó a escribirla en 2011 tratando de entender de qué manera el país había llegado a lo que fue la crisis de 2001: “Contar una época sin nombrarla para no pensarla como un pasado sin retorno”, dice el autor. Ubicó la historia en el jardín trasero de una casa, adonde se huele el perfume de los jazmines, a orillas del Paraná. Allí, una mañana de primavera, un grupo de personas de tres generaciones diferentes se reúne para lo que se presume un día familiar.

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