UNA PASIÓN SUDAMERICANA

DE RICARDO MONTI / DIRECCIÓN ANA ALVARADO

EN EL TEATRO

MARÍA GUERRERO


Con:
Joselo Bella, Guillermo Arengo, Pablo Finamore, Claudio Martinez Bel, Pablo di Pascuo Gal, Guillermo Angelelli, Damián Moroni, Patricio Zanet, Fernando Llosa, Daniel Fanego, Daniel Kargleman

Asistente de dirección: Mónica Quevedo

Coreografía: Felicitas Luna
Música original: Gustavo García Mendy
Diseño de Luces: Gonzalo Córdova
Vestuario: Roxana Barcena
Escenografía: Diego Siliano
Vestidora: Miriam Hana
Producción TNC: Justo Rueda

Dirección: Ana Alvarado





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Una pasión sudamericana

El Brigadier está hecho con la madera barroca de los Rodríguez de Francia, el dictador supremo del Paraguay, Toussaint Louverture, el jacobino tropical y, naturalmente, Rosas, Juan Manuel -cuyo crimen, dice Lugones, consistió en haber sido lógico ocupando él sólo todo el horizonte-.
El Brigadier espera el amanecer del día de la batalla final.

El espacio de ese interregno trágico es el salón de un casco de estancia bonaerense. Especie de caverna platónica, espejismo, en esa inmensidad de llanuras, infinitud de territorio que para su enemigo, El Loco -que comprende y a la vez trasciende la puntual referencia de Sarmiento- significan una condena irremediable, el caos, el horror al vacío, la barbarie.
En el transcurso de esta vigilia de armas deberá decidir el castigo de dos amantes (Camila O´Gorman y el cura Uladislao Gutiérrez) que fueron demasiado naturales y, por lo tanto, trajeron el escándalo: porque toda pasión, así, enorme, es un escándalo para el mundo.

Una pasión sudamericana no explica ni interpreta la historia (nuestra). Tampoco intenta descifrarla desde determinada epistemología, nos la impone como un desgarro, como una contradicción extrema, como una fiebre de la razón que, sin embargo, en sus delirios, nos revela esencialmente. Para ello, Monti radicaliza los juegos de ilusión y los de convencionalidad.

En toda la obra de este autor puede reconocerse una unidad de fondo, una conjunción de epifanías y de crisis de la representación. Por eso su teatralidad, su asumido artificio, se acerca tan peligrosamente a la realidad, una realidad reflejada, por supuesto, pero tan excesiva que termina confundiendo a sus agonistas.

La tragedia, o la simulación de la tragedia, se vuelve imperativa.

Porque si todo es inasible -apariencia, sueño, representación- no hay libreto, no hay historia y –en consecuencia- tampoco hay responsabilidad ética ni fracaso histórico.





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